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Delirios de un cuerdo

~ Relatos cortos y aficiones varias

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Relatos cortos escritos a ratos libres

Pater familias

31 lunes Oct 2016

Posted by kikolabiano in Relatos cortos

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«Una oleada de payasos siniestros asola las calles de los Estados unidos sembrando el pánico».
El gesto del presentador se debatía entre la burla y la formalidad de la noticia. El resplandor de decenas de imágenes de adolescentes disfrazados de payaso inundaba la penumbra de la sala de estar y un leve soplido de mofa se escapó de sus labios.
Se decía que sentir miedo era estúpido. Al fin y al cabo, ¿qué era el miedo? Siempre se había dicho que no era más que un reflejo de las inseguridades que azotan nuestra vida moderna. Una consecuencia de nuestro debilitamiento; de nuestras comodidades y lujos; de nuestro miedo a morir. ¿Cómo podían cuatro críos mal disfrazados provocar el pánico?¿Qué tipo de sociedad pueril se acongojaba ante semejante caterva de «payasos»? El símil esculpió otra sonrisa en sus labios. Dio un trago a su cerveza y se concentró en el filete que descansaba en el plato, rodeado de verduras cocidas.
— ¿Cómo se puede tener miedo de algo así? -preguntó a su mujer sin llegar a mirarla.
La pregunta se quedó suspendida en el aire mientras el presentador daba paso a otra noticia:
«Novedades en el caso del crímen de…»
—Papá, ¿qué es tener miedo? —la voz inocente de su hija se unió al tono grave del presentador.
«El asesino intentó descuartizar a las víctimas de dos y cuatro años…». La televisión mostraba los rostros emborronados de dos niñas jugando juntas.
-¿Eh, papá? -insistió su hija.
Escuchó el murmullo de su mujer dando una contestación edulcorada sobre lo que era el miedo.
-Entonces papá no tiene miedo, ¿a que no? -preguntó con el rostro lleno de orgullo.
Pero él no la escuchó. La imaginó a ella en aquél televisor, proyectando su imagen en miles de hogares que cenaban ajenos a ese dolor. Imaginó lo que debían sentir sus padres, su odio, su rencor, su dolor. Sintió un nudo formándose por todo su cuerpo, una sensación de anquilosamiento que le obligó a respirar hondo y que, finalmente, le hizo ser consciente de lo terrenal y profundamente humano que era y, sobre todo, del miedo que tenía.

Concurso ZendaLibros

27 miércoles Abr 2016

Posted by kikolabiano in Relatos cortos

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#MolinosQuijote

Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación

En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento. Y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:

—¡Buena ventura, amigo Sancho!

—¿Buena ventura, mi señor? —preguntó extrañado el fiel escudero.

—¿Acaso no ves allí donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes? Con ellos pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas.

—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.

—Aquellos que allí ves —respondió su amo—, los de los tres brazos alargados, de esbelta figura y tez pálida.

—Mire —respondió Sancho— que aquellos que allí ve vuestra merced no son gigantes, sino molinos de viento. Y bien parecen de esos nuevos de los que alguna vez oí hablar. Tenga por seguro que el gobernador de aquestas tierras los ha construido para el bien y prosperidad de sus gentes. Además, los gigantes hoy en día son mera fantasía.

—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado en esto de las aventuras: un gobernador que se preocupa por sus gentes sí que es en verdad fantasía, pero no te culpo de tu falta de visión, no obstante el que viste y calza es el caballero y vos un mero, aunque muy válido, escudero. Ellos son gigantes y por ende apartaos de mi camino porque voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran, antes iba diciendo en voces altas:

—Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete. Igual me da si sois, como bien dice mi querido Sancho, gigantes de nueva hornada, más fuertes, esbeltos y con más brazos que vuestros antiguos congéneres, pues muerte he de daros igualmente.

Levantóse en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:

—Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.

Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió con el primero molino que estaba delante; y dándole una lanzada en su base, y con furioso estruendo metálico, hízose la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante.

—¡Válgame Dios! —dijo Sancho—. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento? Y de fuerte estructura de acero, por lo que veo.

—Calla, amigo Sancho —respondió don Quijote—, que las cosas de la guerra más que otras están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.

—En verdad, mi señor, he de reconocer que aquestos molinos bien pudieren parecer una cosa de magia porque nunca se han visto otros iguales —dijo golpeando con sus nudillos la puerta de metal que se abría en la base del molino.

—Ya os decía yo que esto es cosa del sabio Frestón —dijo don Quijote levántandose a duras penas del suelo y acercándose a su escudero —. Si en verdad esto son molinos, como decís, que venga Dios y lo vea porque nunca vi unos tan extraños.

—Con todos mis respetos —dijo Sancho —permítame dudar de lo que vuestra merced vea —Y con sumo cuidado abrió la puerta.

En su interior no encontraron rueda de molino ni trigo que moler. En su lugar había candiles parpadeantes y extraños aparejos.

—Curioso molino, ¿no es cierto? —dijo Sancho palpando una escalera de enorme longitud que ascendía hasta lo alto de la estructura.

—Cierto es. Obra de artes oscuras, sin duda. ¿Qué clase de molino es aqueste del que has oído hablar y que no muele trigo ni mueve rueda? —preguntó don Quijote acercando su mano a una de las luces parpadeantes.

—Bien sabe vuestra merced que no soy ducho en saberes ni en artilugios y que lo único que mis oídos han escuchado es que uno de aquestos vale por mil de los antiguos.

—Paparruchas. ¿Qué hay de malo en los antiguos?

—Eso tampoco lo sé, pero si las buenas gentes dicen que con aquestos mejoran su vida, ¿quiénes somos nosotros para dudarlo? Paréceme que en ocasiones nos aferramos a lo antiguo en demasía. Al fin y al cabo, mi señor, la vida no es siempre una novela caballeresca.

Don Quijote lo miró con extrañeza y con una pizca de orgullo.

—Hmmm, bien sabe Dios que hay más sabiduría es esa diminuta cabeza que en muchos de los libros que he tenido el placer de leer. Y ahora, vamos, partamos en busca de nuevas aventuras que den lustre a este humilde caballero para que en los años venideros se hable del hidalgo don Quijote de la Mancha y de su fiel escudero Sancho Panza. Y palpando el molino de metal montó en la grupa de Rocinante y marchó, dejando tras de sí la fila de incólumes molinos.

Mesa redonda

18 miércoles Feb 2015

Posted by kikolabiano in Relatos cortos

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mesa redonda, relatos

La luz del sol se colaba por un ventanuco exiguo y a duras penas lograba rellenar la estancia. Las paredes y el suelo estaban lacadas de un blanco sucio, y una mesa redonda, y su séquito de sendas sillas claras, completaban la habitación. Desde cada una de ellas, dos hombres se contemplaban.

—¿Cómo estás? —preguntó M.

—Bueno… ¿y tú? —contestó S.

—Incómodo. Ya me entiendes.

—Sí… supongo que yo tampoco estoy muy cómodo.

—¿Lo supones?

—Bueno, sí, no sé. Ya sabes… es bastante raro todo esto.

—Sí, un poco sí. Aunque lo cierto es que estaba deseando llegar a este punto.

—Para ti es fácil decirlo…

—¿Fácil? —preguntó M sintiendo el frío tacto metálico bajo la mesa.

—Perdón, no quería decir fácil. Quería decir que no tienes esa presión, ya sabes… esa bota oprimiéndote continuamente.

M le observó unos instantes en silencio mientras sus dedos jugueteaban con el acero.

—¿De verdad piensas que no sufro presión? No me siento cómodo siendo el verdugo.

—Pues no lo seas, quiero decir… ¿por qué no lo dejas estar? Lo olvidamos todo y me voy en paz.

—Sabes que lo haría, pero no puedo. Tienes que ser consciente de lo que hiciste.

—¿Y te crees que no lo soy? —preguntó S elevando ligeramente la voz.

—Eso sólo puedo suponerlo.

—¿Suponerlo?

—Sí. Ahora soy yo el que supone. Quiero decir, ¿cómo lo sé? ¿Cómo puedo saber que eres consciente de tu error?

—No lo sé, tendrás que creerme.

—Hace tiempo que no creo en nada y mucho menos en nadie.

—¿Entonces qué hacemos? —preguntó S.

—No lo sé.

Ambos hombres se callaron mientras las motas de polvo revoloteaban entre el espacio que los separaba.

Finalmente S preguntó:

—¿Qué más quieres de mí?

M pareció pensar.

—¿Puedo ser sincero?

—Sí.

—Te diría que perdonarte por tu error. Eso es lo que me dicta la moralidad que me inculcaron. Supongo que todos tenemos una conciencia programada para responder ante nuestra educación. Sin embargo, te estaría mintiendo. De hecho estaría soltándote la mayor mentira de mi vida. Lo que en realidad quiero es que sufras. Ni siquiera sería feliz si cayeras muerto ahora mismo. Estoy seguro de que eso no me reconfortaría. No, eso sería bastante amargo, de hecho. Hablando mal, sería una mierda enorme —dijo agarrando con más fuerza el trozo de metal.

S agachó la cabeza.

—¿Y qué hacemos? Yo no puedo cambiar lo que hice y sufriré por ello lo poco que me pueda restar de vida.

—La verdad. No me importa. Respóndeme a una pregunta: ¿realmente sufres lo que dices?

—¿Cómo?

—Que si sufres tanto como dices.

—Sí, sufro.

—¿Lloras cada día?

—No…pero tampoco…

—¿Te odias a ti mismo cada instante? ¿Cada minuto?

—Eso no es…

—¿Deseas morir?

—…

—Ya me parecía.

—Pero eso no quiere decir nada.

—¿No?

—No.

—Pues yo creo que eso quiere decirlo todo.

—¿Por qué?

—Pues porque hasta que no lo sientas así no serás consciente del daño que causaste y del castigo que mereces. Hasta entonces te limitarás a seguir tu vida. Sí, no digo que no tengas momentos en los que te sientas mal, pero eso no es sufrir.

—Yo no lo veo así. Yo sufro, te lo juro por lo que más quiero.

—¿Y qué es eso?

—¿Qué es qué?

—Lo que más quieres.

—No sé. Mi familia, supongo…

—Tu familia.

—Sí…mi familia…

—¿Y qué opinan ellos de lo que hiciste?

—Supongo que me perdonan.

—Supones… ni siquiera tienes la certeza de algo tan importante.

—Bueno… no lo supongo, lo sé.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque me lo dijeron.

—¿Quién te lo dijo?

—Mi mujer, mis padres…

—¿Y tus hijos? Tenías dos, ¿no?

—Sí. No, ellos no lo saben. Son muy pequeños.

—¿Cuántos años tienen?

—Dos y cuatro.

—¿Y se lo dirás algún día?

S se revolvió incómodo en la silla que crujió bajo su peso.

—¿Para qué?

—¿Lo ves?

—¿El qué?

—Ahí tienes la prueba de tu cobardía. La prueba de que no te arrepientes de lo que hiciste.

—¿Por qué?

—Porque si estuvieras realmente arrepentido no dudarías en contárselo. Desde hoy mismo. Que supieran tus hijos la clase de padre que tienen; y que fueran ellos los que decidieran si perdonarte o no. ¿Cómo voy a perdonarte yo antes que tus propios hijos? Dime.

M tamborileó sus dedos sobre el metal y S se percató del tintineo y volvió a revolverse inquieto.

—Son demasiado pequeños. No lo entenderían.

—Te sorprenderías de lo que un niño es capaz de comprender. Si tuvieras un hijo adoptado, ¿acaso no se lo dirías? ¿Cómo crees que se sentiría si se entera de mayor de que su propio padre le ha mentido?

S comenzó a frotar sus manos, nervioso.

—Mira, por favor, mejor deja a mi familia fuera de todo esto. Ellos no tienen la culpa. Yo soy el único culpable de lo que ocurrió. Soy el único que merece el castigo.

—Eso ya lo sé. No soy tan estúpido.

—Tan estúpido como yo, quieres decir.

—Así es.

—¿Cómo está tu mujer? —insistió M.

—Preferiría no hablar de eso.

—Y yo preferiría poder volar, pero no puedo.

S hundió la cabeza, mirando fijamente sus manos que seguían frotándose una contra otra.

—No nos va bien.

—¿Sigues bebiendo?

—No… bueno… a veces.

—¿Y la coca?

S le miró fugazmente.

—Más a menudo.

—Sustituyendo al alcohol, ¿me equivoco?

—No.

—Mira. Creo que empiezas a sentir algo de culpa real.

—¿Por qué lo dices?

—Porque no tendrías por qué contestar a esas preguntas tan íntimas. Podrías haberte levantado y haberte largado dando un portazo; sin embargo, aquí sigues, desnudándote delante mía, alguien a quien realmente no puedes o no quieres conocer porque te duele hacerlo. Y lo estás haciendo por un sentimiento de culpa real. Sientes que me lo debes.

—Supongo.

—No supongas, admítelo.

—…

—¡Vamos, admítelo! —chilló agarrando con más fuerza que nunca el metal.

—¡Sí, joder! ¡Lo admito! —gritó golpeando la mesa con las manos y poniéndose en pie —¡Estoy jodido! Mi mujer me odia, mis hijos lo harán en el futuro y sólo puedo beber y meterme coca hasta reventar para no escucharos. ¡Porque estáis aquí, joder —dijo señalándose la cabeza —, estáis aquí dentro: tú, tu mujer, tus hijos, mi mujer, mis hijos, la policía, el juez y todo el puto mundo! ¡Todos me juzgáis! La cagué, ¿vale? La cagué y ya no puedo hacer nada por remediarlo. ¡Mierda!

S se sentó, se llevó las manos su cara y las lágrimas brotaron sinceras. M le observó un rato en silencio.

—¿Sabes? —dijo finalmente M.

—¿Qué?

—Creo que no voy a hacerlo.

—¿Hacer el qué?

—Condenarte.

—¿Por qué?

—Porque ya estás condenado.

S le miró mientras le secaba el rostro.

—Será mejor que te vayas —dijo M.

—¿Y ya está?

—Sí.

—¿Me perdonas entonces?

—No. Te perdonaré cuando te perdones a ti mismo.

Sin terminar de comprender estas palabras, S se levantó y se dirigió a la puerta. Su cuerpo era una sombra del que había entrado. Hundido y encorvado caminó hasta el quicio y cerró con un leve chasquido.

M sacó una foto del bolsillo de su camisa y la tendió sobre la mesa. Era él, pero un «él» pasado; alguien que ya no volvería. A su lado su mujer y sus hijos. Sonreían ante la cámara, ajenos al dolor y a la pérdida.

Con esfuerzo, corrió la silla hacia atrás, agarró su pierna derecha y la dobló por la rodilla. El metal de la prótesis seguía frío. Se impulsó con sus brazos y con su pierna izquierda y se puso en pie.

—Estarías orgullosa de mí, cariño —le dijo a la foto —. No lo he hecho.

Guardó la foto de nuevo, y con un paso renqueante, salió de la habitación mientras su mano derecha acariciaba la pistola que descansaba en su bolsillo.

El camino de cascotes amarillos

09 lunes Feb 2015

Posted by kikolabiano in Relatos cortos

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el camino de cascotes amarillos, relato

Un zumbido monocorde reverberaba en el fondo de mi tímpano aunque aún no era consciente de ello. El negro absoluto y denso se aclaró hasta que varias líneas se formaron frente a mí. Arbustos. Una red de ramas y hojas espinosas se mezclaban, retorcidas, sobre mi cuerpo. Mis piernas y mis brazos se arrebujaban en posición fetal y por unos instantes fui incapaz de discernir el tiempo y el lugar.

En ese momento el recuerdo regresó a mi mente. La carrera, las balas silbando a mi alrededor, las deflagraciones anunciando muerte cada vez más cerca y finalmente la inconsciencia; la oscuridad más allá de la propia oscuridad.

Palpé mi pecho entumecido. Estaba húmedo, y al mirarme la mano la vi empapada en un rojo pastoso. Estaba herido. Asustado, me examiné en busca de agujeros pero sólo encontré un dolor intenso que invadía cada centímetro de mi cuerpo. Con ese dolor recorriéndome, salí por un pequeño agujero entre los arbustos. Un hueco en el que se intuía un cielo gris y blanco. Me arrastré hacia él y salí al exterior.

Al instante una brisa helada me estremeció y comencé a temblar sin control. Entonces grité. Grité como sólo se puede gritar de rabia, miedo e impotencia. Grité para sacudirme el frío. Grité porque no podía hacer nada más. Grité mientras las lágrimas brotaban en finas líneas que surcaban mis mejillas.

Poco a poco el nudo que atenazaba mi pecho se diluyó y el entorno se fue dibujando a mi alrededor. Decenas de abetos con planta piramidal se mecían al son del viento norte, custodiando una loma de hierba alta y verde. A mis pies yacían los amasijos retorcidos de mi fusil. A su lado, descansaba mi cantimplora, herida por la metralla. La cogí y bebí con ansia hasta agotarla. Me la guardé en la chaqueta raída y caminé hasta los árboles en busca de vida.

Entre las raíces corría un arroyo raquítico; un hilo de agua que salté de una sola zancada. Mi cuerpo se rebeló ante el esfuerzo y se retorció solo, sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo. Caí de rodillas y vomité agua y bilis a partes iguales; una mezcolanza amarillenta que me ardía en la garganta con cada arcada. Me resultó curioso ver cómo mi cuerpo se calmaba al vaciarse. Todas mis extremidades dejaron de bombear dolor y de pronto me sentí fuerte de nuevo.

Inspeccioné el terreno en busca de una ruta. Tras de mí sólo había paisaje yermo; herido por las absurdas circunstancias que me rodeaban, así que decidí seguir caminando hacia el frente. Comencé a escalar la loma de hierba alta y verde mientras en el cielo gris y blanco se abrían claros.

A través de las botas podía sentir el suelo. Era blando y carente de toda piedra. Me deleité hundiendo mis pesadas botas de cuero en el musgo que se formaba entre la hierba.

No sabría decir cuánto tiempo ascendí por aquella loma de hierba alta y verde pero sí sé que, por primera vez en aquel día infame, disfruté. Mis piernas se sucedían, despreocupadas, una detrás de la otra, hasta que en lo alto discerní el tejado de una casa.

Era un tejado negro, de pizarra brillante y laminada. Al instante mi cuerpo se agarrotó, presa del miedo a lo desconocido. Me agaché hasta que pude oler el aroma terroso del musgo y seguí avanzando. Lentamente, la casa fue brotando. El ladrillo ocre, serpetendeado por una hiedra verde oscuro, las ventanas de marcos blancos, la puerta de madera granate y el murete de piedra que envolvía un enorme jardín colmado de llorones meciéndose al son del viento. Me pareció hermosa. Tanto que, hasta un buen rato después, no me percaté del enorme boquete que se abría en una de sus esquinas. El agujero formaba junto a ventanas y hiedras un rostro grotesco que amenazaba con engullirlo todo.

Entonces, asomado al murete, la vi. Al principio como una sombra vaga; como el brochazo que desentona en un lienzo y uno no es capaz de verlo de primeras. Era una cabeza diminuta, coronada por un pelo pajizo, desgreñado y dorado. No había curiosidad en su mirada, sólo miedo. Salté al jardín y la cabeza desapareció.

El césped, que hacía un rato me parecía verde y lustroso, se mostraba ahora apagado, moribundo, y los llorones, otrora danzarines, se hundían bajo el peso de sus propias ramas. Decenas de huellas se desperdigaban en todas direcciones. Huellas de botas tan recias y pesadas como las suyas. Siguió uno de los caminos de pisadas que llevaba hasta la base del enorme hueco negro. No había allí ni rastro de escombros. El pequeño empedrado que rodeaba la casa permanecía limpio. Como si la vivienda se hubiera construido con aquel enorme orificio.

El aliento que emergía de la negrura olía a humo, pólvora y tierra. Me acerqué y apreté mi cuerpo contra la pared de ladrillos hasta que pude vislumbrar lo que se escondía al otro lado. Una escalera de escombros descendía hacia el interior y al final de ella reposaban dos cuerpos inertes. Uno junto al otro. Apenas pude distinguir sus ropas grises del suelo color ceniza. Observé que el brazo de uno de ellos abrazaba la espalda del otro como en un último intento de proporcionar apoyo o consuelo, o tal vez ambas.

Bajé por la escalera de cascotes amarillos hasta encontrarme con los cadáveres. Eran un hombre y una mujer y habían sido ejecutados allí mismo, a los pies de una enorme cama de matrimonio. Cubiertos de polvo, sólo les quedaba el consuelo de la muerte conjunta mientras las balas los atravesaban de parte a parte.

La habitación era enorme; de techos altos y paredes de cal blanca. La luz inclinada se esforzaba por entrar a través del hueco pero casi todo permanecía en penumbra. Entorné los ojos en busca de la diminuta cabeza pero no encontré nada. Traté entonces de abrir la puerta que daba acceso al resto de la casa pero estaba cerrada. Estaba dispuesto a salir al exterior cuando un ruido llamó mi atención. Había sonado como un crujido amortiguado. Repasé de nuevo la estancia pero no había nadie. Incluso miré a mis pies por si el ruido provenía de ellos pero el sonido volvió a repetirse y mis botas permanecían inmutables. Busqué una explicación y entonces vi el reguero de suelo limpio de polvo que se perdía bajo la cama. Arrastré la cama hasta descubrir una trampilla de madera. Mi corazón se disparó, y antes de abrirla cogí un cascote y lo enarbolé como arma.

Al abrirse sonó un chasquido y volutas de polvo volaron a su alrededor. No me lo podía creer. Allí, en un cubículo minúsculo, estaba la diminuta cabeza. Estaba encogida, en posición fetal, y su pelo dorado destacaba aún más en aquel espacio oscuro. Entonces pude ver que era una niña.

¿Qué hacer? Me pregunté. Dejarla allí, a salvo o llevarla conmigo. Dudé pero algo me dijo que tenía que cuidar de ella, que el miedo que sentía era normal y pasajero. Acaricié su melena desgreñada y como accionada por un resorte se giró y me miró asustada. Sus ojos color miel me atravesaron. Parecían buscar una explicación que yo no podía darle. Entonces gritó con un sonido grave; impropio de una garganta infantil. Intenté calmarla tendiéndole mi mano pero ella se acurrucó más y más.

Permanecimos así un buen rato mientras el sol subía hacia su cénit e iluminaba la casa sin ángulo alguno. La luz se derramaba sobre toda la vivienda de forma homogénea y la habitación estaba más oscura que nunca. La niña me lanzó miradas furtivas, sopesando la posibilidad de coger mi mano y finalmente lo hizo. Tenía la palma helada y los dedos mugrientos. Bajo las uñas una línea de suciedad se había formado allí donde sólo debía haber blanco. La agarré con fuerza y con un leve tirón la animé a salir. Desenroscando su otra mano de sus rodillas, obedeció y salió.

Su aspecto era homogéneo, como el de la pareja asesinada. Sólo el dorado de su cabello y el ocre de sus ojos destacaban en una figura gris. Una corriente de aire se deslizó por el hueco y la niña tembló. Al instante, me quité mi chaqueta y se la ofrecí. Ella la cogió y se la puso alrededor de los hombros. Me fijé entonces en las manchas de sangre, ya seca, que perlaban el verde oscuro de la tela. Me seguía pareciendo increíble que ninguna de aquellas salpicaduras fuera mía. Y si no eran mías, ¿de quién eran? ¿Estarían muertos? ¿Me estarían buscando? Esos pensamientos me marearon. De pronto era consciente de la proximidad de la muerte.

—¿Estás mejor? —acerté a decir.

La niña fijó su vista en la pareja de cadáveres.

—¿Cómo te llamas? —insistí.

Me siguió ignorando.

Decidí no insistir más y me acerqué hasta la pareja. Me agaché junto a sus cabezas mientras pude sentir a la niña tensándose como la cuerda de un violín. La sangre de sus espaldas se había secado, formando una diana perfecta. Una diana con un agujero oscuro en el centro cubierto de finas hebras de tela gris y blanca que se adentraban en el hueco. La mirada de la pareja era serena; de una calma alejada de la situación.

—¿Son tus padres? —pregunté sin darme cuenta de haber utilizado el presente en vez del pasado.

La niña los seguía mirando, impasible.

—Será mejor que los enterremos -dije agarrando el cuerpo del hombre.

Al hacerlo, la niña soltó un gruñido y me cogió del hombro. Había desesperación en su gesto. La miré y había lágrimas en sus ojos. Comprendí entonces que no quería despedirse de sus padres. Mientras estuvieran allí tumbados no los perdería del todo. Sepultados bajo paladas de tierra tendría que decirles adiós, y no estaba preparada para hacerlo. O simplemente no quería hacerlo.

Sin saber muy bien cómo hacerlo, la agarré por los hombros y le dije:

—Tienes que dejarme enterrarlos. ¿Lo entiendes? No pueden quedarse aquí… ellos ya no están aquí -no se me ocurría otra forma mejor de decirlo.

La chaqueta le venía enorme. Me pareció estar sujetando una cebolla pasada; lozana e hinchada por fuera pero consumida por dentro. Mientras le hablaba mis ojos se posaron en los suyos y observé que estaba leyendo. Me estaba leyendo a mí. Con la mirada estaba siguiendo cada movimiento de apertura y cierre de mis labios. Entonces comprendí los gruñidos. Aquella niña era sordomuda.

Cuando sus ojos terminaron de asimilar mis palabras asintió levemente, se apartó de mí y corrió a refugiarse de nuevo en su agujero. Preferí dejarla allí. Lo necesitaba.

Cogí el cuerpo del hombre y me sorprendí de lo poco que pesaba. Al hacerlo se deshizo el abrazo y por un instante sentí que no estaba haciendo lo correcto.

Con cuidado de no tropezar, subí por los cascotes amarillos y salí al exterior. La niña seguía sumergida en su agujero. Mejor así. Había algo de patético en el cuerpo macilento, algo que una hija no debe ver de su padre. Repetí la operación con la madre y los dejé en el jardín, bajo la triste mirada de los llorones. Rodeé la casa en busca de un cobertizo de herramientas y lo hallé en la parte trasera; una pequeña caseta de madera descolorida perdida entre setos. En su interior había varias palas, azadas y rastrillos. Cogí un par de palas y volví junto a los cadáveres.

La tierra estaba blanda, y en poco más de una hora tuve una tumba para los dos. El sol se colaba en el hueco y el olor a humedad anegaba mis fosas nasales. Desde el fondo del agujero agarré el primero de los cuerpos. Resultó ser la mujer. La deposité con cuidado e hice lo propio con su marido. Antes de subir los dejé como los había encontrado, fundidos en el mismo abrazo que los había visto morir. Ascendí de nuevo hasta el jardín y allí me encontré con la niña. Sostenía la chaqueta cruzada con sus manos mientras se rascaba su pie izquierdo con el derecho.

Clavé la pala en el montón de tierra y me agaché de nuevo frente la niña.

—Voy a rezar por ellos, ¿vale? —dije poniendo especial cuidado en que me entendiera.

Ella pareció asimilar mis palabras y asintió. Entonces fui consciente de que no sabría qué decir. ¿Qué se puede decir sobre alguien a quién no conoces? ¿Cómo es posible siquiera bosquejar una dedicatoria para un completo extraño? Ni siquiera sabía sus nombres. No. Era imposible concebir una despedida para alguien a quien nunca habías saludado.

Con esa convicción, me dirigí de nuevo hacia la cavidad, extendí mis brazos y simulé una plegaria al cielo. Esperé unos instantes en silencio. Aunque ella no podía oírme, el silencio me parecía menos ofensivo que las palabras vacías. Unos instantes después me santigué y la niña hizo lo propio.

Comencé entonces a cubrir los cuerpos con el mayor cuidado posible, consciente de que cada palada era para ella una despedida y había que suavizarlas lo máximo posible. El blanco de sus pieles fue dando paso al marrón oscuro de la tierra húmeda hasta quedar cubiertos por completo. Me pregunté si había algo de poético en la situación, si es que la poesía entiende de muerte. Los cuerpos de los dueños alimentando el jardín que tanto habían cuidado, prestando sus fluídos y sus nutrientes. Ligeramente asqueado por esa última imagen y maldiciendo la poesía, ofrecí mi mano a la niña y esta vez la cogió sin pensárselo.

Mis tripas rugieron furiosas. Le hice un gesto a la niña con la mano que enseguida comprendió y tiró de mí hacia la casa. Nos dirigimos al portón principal y ella sacó una llave de hierro pulido de un bolsillo interior de su vestido. La puerta de madera crujió al abrirla. Al otro lado nos recibió un pequeño hall forrado de madera en paredes y suelo. El techo estaba rematado por una moldura de yeso blanco y bajo mis pies se extendía una alfombra rasurada de tonos rojos y marrones. Era un recibidor bonito; ni ampuloso ni tampoco cochambroso, el tipo de entrada que no creaba una idea preconcebida de sus inquilinos.

La puerta se cerró a mis espaldas de un golpe seco y la niña giró varios cerrojos. Pensé en lo absurdo de aquel gesto dado el enorme boquete que había en la fachada y la fina puerta que lo separaba del resto de la casa, pero no dije nada. Me agarró la mano de nuevo y me llevó a la cocina. Allí, me sentó en una mesa de roble oscuro e indicó con un gruñido y un gesto que esperara. Sonreí al verla comportarse como una pequeña madre. La vi revolver los armarios y sacar cacerolas y aperos de cocina. Después de un rato, y con rostro satisfecho, plantó ante mí una letanía de alimentos: un par de manzanas marchitas, una hogaza de pan seca, tres trozos de carne desalada de animal indefinido, un puñado de nueces y una cebolla de tamaño considerable. Trajo sendos platos y cubiertos y comimos en silencio. Reservé las nueces para el final. Estaban resecas y algunas invadidas por telarañas y moho pero me supieron como el mejor de los manjares. Rumié el gusto dulzón hasta hacer desaparecer cualquier rastro de fruto seco de mi boca. Entonces, con el estómago lleno, la niña y yo nos instalamos en un sopor digestivo que sólo se vio interrumpido por un sonido.

Mi rostro debió mutar ante los gritos que escuché porque la niña frunció el ceño, tratanto de comprender, y su cuerpo se tensó al instante. Eran voces que creía haber dejado atrás, olvidadas en un albor de mi mente. Le hice el gesto del silencio con el índice extendido y le dije que me siguiera. Los gritos se intensificaban con cada paso que dábamos y antes de llegar a la puerta principal una sombra se recortó contra la alfombra rasurada. Dimos media vuelta y bordeamos la cocina hasta dar con un baño de baldosa blanca. Le indiqué que se escondiera tras la bañera que presidía el cuarto desde su trono de loza. Saqué la pistola y contesté con una sonrisa a su mueca de terror.

Si no fuera una niña sorda, hubiera oído el tiroteo que aconteció después. Nada más cerrar la puerta me agaché tras la isla de mármol donde se amontonaban las cacerolas y el polvo. Me asomé hasta el borde lo justo para ver una cabeza de gesto seco y pelo afeitado intentando otear el interior de la casa. Mi corazón dio un vuelco y mi mano me traicionó, agarrando por instinto el mármol. Al hacerlo una perola cayó con fuerza, resonando por toda la cocina. El rostro seco se tensó más si cabía y lanzó varios gritos mientras entornaba los ojos. Alguien comenzó a patear la puerta principal así que no me lo pensé más. Agarré mi muñeca derecha con la mano izquierda y apunté directamente a aquel rostro anguloso de dueño desconocido y a la vez tan conocido.

El cristal se resquebrajó como una telaraña con un agujero en su centro. La figura al otro lado cayó a la vez que una tormenta de balas se desataba sobre mi cabeza. Me agaché mientras decenas de trozos de baldosa, metal y madera caían sobre mí. No podía ver nada, así que me limité a cubrirme y fijar la vista en la entrada de la cocina, esperando a que la puerta cediera ante las botas que la pateaban, incesantes. Por un instante los proyectiles dejaron de volar y se instaló un silencio absurdo. Sólo escuchaba el batir del corazón en mis sienes y el chasquido de los cristales cayendo. Respiré hondo y pensé en la niña. Podía imaginar su miedo. El pánico de no saber qué está pasando y a la vez me complacía con su ignorancia. La inocencia que le otorgaba el no oír las balas ni la destrucción.

El silencio se vio roto por el tintineo de una granada. Rodé sobre mí mismo hasta el otro lado de la isla, justo antes de que la deflagración me alcanzara de lleno. La onda expansiva se extendió por toda la cocina y me golpeó el hombro derecho, la espalda y parte de la nuca. Las balas volvieron a volar en ráfagas: clac, clac, clac. Silencio. Clac, clac, clac. Silencio. Gritos.

Me arrebujé contra la isla dispuesto a ocupar un espacio mínimo. Mis oídos se quejaban y mi cabeza embotada pedía aire a gritos. En ese momento la puerta no soportó más embestidas y salió despedida del quicio. No pude verlos, pero por la esquina de la cocina emergieron dos hombres de uniforme gris, empuñando sendas ametralladoras y vociferando en un idioma inteligible. Podía sentir sus pasos inseguros y la duda se colaba en sus voces. También ellos tenían miedo.

Inspiré hondo y salí de mi escondite. Apreté el gatillo antes incluso de poder apuntar y sus balas respondieron a las mías de inmediato. Clac, clac, clac. Todo terminó en segundos. Las dos figuras cayeron junto a sus armas humeantes al tiempo que un dolor indescriptible me sacudía de arriba a abajo. En el centro de mi estómago, allá donde antes había un ombligo, el recuerdo de mi propia existencia, una mancha roja se extendía con rapidez alrededor de un boquete negro. El ardor de mis entrañas trepaba hasta mi garganta y descendía hasta mis piernas. Estuve a punto de caer.

Tambaleando, caminé hasta el baño y abrí la puerta dejando una huella de sangre en la puerta. La niña me recibió al otro lado con cara serena pese a mi aspecto. Daba por hecho que ya debería haber muerto. Se acercó hasta un pequeño armario y sacó varias vendas y gasas. Agarró mi mano de nuevo y me llevó hasta el cuarto del boquete. Abrió la puerta con su manojo de llaves y me ayudó a tumbarme en la cama. El dolor seguía consumiéndome por dentro pero la suavidad de la colcha me proporcionaba algo de consuelo. La niña me subió la camiseta y envolvió mi tripa con una venda blanca que al instante se tornó roja. Se afanó en colocarla bien pese a saber que no había nada que hacer. Podía ver en su mirada la consciencia de la muerte; de mi muerte. Sólo quedaba una cosa por hacer.

Le hice un gesto para que me mirase.

—Vete —le dije—. Vete hacia el este. Sigue el nacimiento del sol.

La niña me miró comprendiendo al tiempo que un rumor mecánico llegaba a mis oídos. Se acercaban.

—¡Vete! —le grité como si el grito significara algo en sus tímpanos mudos.

La niña me besó en la mejilla y salió corriendo por el camino de cascotes amarillos con lágrimas colgando de sus pómulos.

Inspiré con fuerza y me levanté de la cama. Sabía lo que tenía que hacer. Tenía que protegerla. Tenía que ganar tiempo a la muerte. Caminé de nuevo hasta la cocina y tiré al suelo los restos de comida y vajilla que sobrevivían sobre la mesa. Me eché al hombro las ametralladoras y me parapeté sobre la puerta. El rumor era ya un ruido de maquinaria ensordecedor. Engranajes, tornillos y acero fundido moldeados para la guerra. El engendro de metal brotó a través de los llorones, aplastándolos como hierba seca. Como moscas alrededor de un rinoceronte, decenas de figuras de color gris corrían hacia la casa. Enfurecido por la muerte de los árboles comencé a disparar. Clac, clac, clac. Clac, clac, clac. Vi a una figura caer fulminada. En ese momento, el monstruo de acero giró su torreta hacia mí, como un enorme ojo amenazante. El chirrido metálico rebotaba por todo el recibidor.

Corrí como pude hasta la habitación del boquete y llegue en el momento en que media casa desaparecía tras la deflagración. Era imposible que en un sólo segundo volaran meses de trabajo y años de vida. Momentos y recuerdos se evaporaban por el calor de un simple trozo de acero acelerado. El pitido monocorde volvió a reverberar en mis oídos. No había nada que hacer. Sólo ganar algo más de tiempo.

Arrastré la cama hasta su posición original y me tumbé bajo ella. Repté hasta el minúsculo cubículo y me metí en él. Agarré mis rodillas con mis manos y hundí la cabeza entre ellas. Los gritos rebuscaban ya entre los restos de la casa. Me buscaban a mí, y sólo a mí. La niña ya no existía; era libre. Con ese pensamiento, cuando arrancaron la cama de su sitio y noté el frío metal contra mí nuca, sonreí. Sonreí como hacía mucho que no lo hacía y como nunca más lo haría.

Relatos publicados!

18 sábado Feb 2012

Posted by kikolabiano in Relatos cortos

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Hola a todos! Me llena de orgullo y satisfacción….informaros de que me han publicado un librillo de relatos!! La ha editado Literanda, una editorial electrónica de reciente creación (lleva 2 meses de andadura).

El libro se llama «Delirios de un cuerdo» y es un compendio de relatos, algunos publicados aquí y otros de nueva creación. Ni que decir tiene que es totalmente gratuito. Aquí os dejo el link de descarga en varios formatos:

Descarga

El trato con la editorial, a través de Andres, ha sido exquisito: correcciones, estadísticas de descargas, contrato y todo tipo de facilidades GRATIS!

Quería también añadir un agradecimiento especial a todos los que desde twitter, facebook y foros han compartido el contenido. No solo mis amigos y familiares, sino a gente anónima que gracias a los Retweets y menciones en Twitter han conseguido que en menos de dos días se hayan descargado más de 150 copias de mi libro. Mención además a autores ya consagrados como Bruno Nievas, Carlos Sisí, Javi de Rios, Juan Gómez-Jurado, Juan de Dios Garduño y otros que no han dudado en hacer un retweet de la obra. Esto podría parecer algo trivial (al fin y al cabo son dos clics de ratón), pero tomarse la molestia de hacerlo, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de menciones y mensajes que reciben al día, es algo que me emociona y me hace ser más consciente, si cabe, de que las personas somos muy generosas, a pesar de que se nos quiera pintar de ladrones, piratas y egoístas.

Por todo ello, muchas gracias a todos!!

La trona

30 lunes Nov 2009

Posted by kikolabiano in Relatos cortos

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XI

La pequeña Mei tenía 5 años, pero no era una niña. Nunca lo había sido. Su nacimiento, como el de muchas otras niñas de su China natal, no había sido una buena noticia para sus padres. La familia ya tenía un hijo varón, Jun y la ley estatal de 1979 no permitía tener más de un hijo por familia. Su madre Lian la quería con toda el alma. La había llevado 9 preciosos meses en su interior y no quería deshacerse de ella, pero su marido la obligó, sabía lo que implicaba negarse.

A los pocos días de nacer, Mei fue encontrada junto a los contenedores de basura más cercanos a la casa que tenía que haberle visto crecer. Las autoridades de la región le llevaron al orfanato gubernamental más cercano y la vida de su familia siguió su curso.

Desde aquel día habían pasado cinco años. El primer recuerdo de Mei era el techo lleno de humedades de su habitación y el llanto desesperado de las niñas. El olor a orín, humedad y enfermedad no lo recordaba porque se había acostumbrado a él. Sin embargo nunca se acostumbraría al sonido de los llantos, un sonido triste y desgarrador, de impotencia y resignación. Ella sabía que el llanto duraba poco tiempo, los bebés en un vano esfuerzo por recibir atención gritaban y lloraban durante semanas, pero al final parecían resignarse y simplemente crecían vacíos de afecto.

Todas las semanas llegaba un nuevo bebé, siempre era la misma rutina. Una niña envuelta en una manta y una nota dentro. Ninguna de las residentes se molestaba en ver al nuevo miembro del grupo, era simplemente una niña o un niño deficiente más.

La vida en el orfanato era monótona, todos los días eran exactamente iguales. Sólo cuando una de ellas entraba en la habitación secreta se rompía esa rutina, pero de eso no podían hablar. Desde que se levantaba jugaba con sus compañeras. Jugaban haciendo palmas al ritmo de una canción infantil. Las raídas y harapientas mangas de sus jerseys apenas disimulaban las cicatrices de sus muñecas. Y es que ese era otro de los recuerdos que Mei nunca olvidaría, sus cicatrices.

Cuando cumplían un año las niñas pasaban de la cuna a una vieja trona hecha de bambú y cuerda de cáñamo. Se les ataba de muñecas y tobillos para evitar que se movieran y en el ansia propia de su temprana edad producían, con su balanceo, un repique constante que retumbaba por toda la habitación. Las tronas tenían en su base un orinal que rara vez era vaciado y que atraía la presencia de moscas y mosquitos.

En verano llegaba el calor sofocante y las condiciones empeoraban. Mei compartía una cama de metro y medio de ancho con otras 6 niñas. Los mosquitos repartían sus enfermedades indistintamente y la gangrena se extendía por la menor de las heridas.

Pocos días antes de cumplir los cinco años Mei enfermó, empezó con una simple tos pero evolucionó a peor y a los pocos días apenas podía levantarse de la cama. Una de las cuidadoras levantó su esquelético cuerpo y la llevó a la habitación secreta.

– ¡Por fin podré entrar! – Pensó

La joven le dejó en aquella cama que olía a muerte y cerró con llave, tampoco hacía falta, ya no podía levantarse por sí misma.

Allí, sola y enferma esperó a la muerte, que vino cuatro días después a buscarle. La muerte era el terrible secreto que se escondía tras esa vieja puerta de madera.

Seguramente Mei no existió nunca, pero como ella cientos de miles de niñas han muerto y morirán postradas, solas y abandonadas.

Y mientras yo, escritor y tu lector o lectora, aquí estamos, sentados en nuestra trono particular, pensando en las ataduras que creemos tener en nuestra vida. Sintiéndonos solos, abandonados y enfermos como la pequeña Mei.

Ojala esto fuera una simple fantasía de escritor aficionado, pero como suelen decir la verdad siempre supera a la ficción.

http://www.youtube.com/watch?v=1RNKY1kc8YM&feature=related

Todos tus sentidos se agudizan

27 viernes Nov 2009

Posted by kikolabiano in Relatos cortos

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X

 

Cierra los ojos y abre tu mente. Estas sentada y relajada. Tus pies desnudos acariciados por la suave hierba. Los rayos del sol calientan el suelo y te producen una agradable sensación, la calidez de la hierba y el frescor de la tierra. Aprietas los dedos contra las miles de suaves púas verdes que brotan a tu alrededor.

 

Tus ojos están cerrados pero recuerdan lo que te rodea. El verde claro en el espeso bosque, un remanso de paz en medio del caos arbóreo. Una suave brisa cálida acaricia tu piel y se cuela por los bucles de tu cabello. Tus vellos se erizan con el contacto del aire, pero no tienes frío.

 

Todos tus sentidos se agudizan.

 

El sol escapa a los abrazos de las caprichosas nubes y entran en contacto con tu rostro, sientes como penetran en tu piel provocándote un sencillo e inmenso placer.

 

Inspiras profundamente y los olores del verano te llegan como un torbellino. El tibio olor de las flores silvestres, el olor profundo de la tierra, olores que te traen recuerdos de nostálgica felicidad.

 

Tus oídos escuchan más que nunca. Oyes el leve fluir de un arroyo lejano. Aprecias el cantar de los pájaros y el silencioso murmullo que provoca la brisa veraniega que te envuelve. Hasta el revolotear de las mariposas es audible para ti.

 

Todos tus sentidos se agudizan.

 

Abandonada completamente a la orgía de sentidos que te rodea te tumbas sobre el verde manto y estiras tus brazos hasta que no dan más de sí. Vuelves a inspirar profundamente y exhalas suavemente, sintiendo como el aire caliente roza tus labios.

 

Como despertando de un maravilloso sueño abres tus ojos. La luz lo inunda todo, poco a poco comienzas a ver lo que te rodea, las caprichosas nubes, el caótico bosque, las flores silvestres, la hierba mecida por la brisa y las pequeñas mariposas.

 

Giras  tu cabeza con una sonrisa dibujada en tus labios y allí está él. El amor de tu vida, mirándote, contemplándote en toda tu belleza. Para él lo eres todo, todos sus sentidos observándote y apreciándote.

 

Todos sus sentidos se agudizan.

Las piedras preciosas

27 viernes Nov 2009

Posted by kikolabiano in Relatos cortos

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IX

 

Emmanuel y Joseph, Joseph y Emmanuel. Ambos habían nacido el mismo día del mismo mes del mismo año pero en familias diferentes. Una feliz coincidencia, que se había celebrado en la aldea por todo lo alto.

 

Desde el primer día se hicieron inseparables. En la escuela se sentaban uno junto al otro, siempre comentaban a hurtadillas antes de dar respuesta a una pregunta del maestro, siempre que había partido en el recreo se ponían en el mismo equipo.

 

Todos los días al acabar las clases corrían a sus casas felices con su blanca sonrisa de enormes dientes y grandes hoyuelos. Cuando sus madres les dejaban iban a pasar la tarde al inmenso bosque que rodeaba la aldea. Allí se divertían escuchando los pájaros piar y cazando todos los insectos que se ponían a su alcance.

 

Su vida, era una vida sencilla, una vida llena de pequeñas grandes alegrías. No tenían preocupaciones y descubrían algo nuevo cada día, cada hora, cada segundo. Respiraban aquel olor a infancia que recordarían el resto de su existencia, hasta que la muerte se los llevara, y que tan a menudo llegaría en forma de nostalgia. El olor de la comida recién hecha que les daba la bienvenida, el del humo que era fuerte e intenso, el de los árboles que cambiaba cada día.

 

Habían cumplido 6 años pero no eran conscientes de su dicha y de la suerte que tenían. Los ancianos del pueblo siempre les solían decir

 

– ¡Disfrutad mientras seáis jóvenes, el tiempo pasa inexorablemente!

 

Pero ellos siempre se preguntaban que iban a hacer cuando fueran mayores.

 

– ¡Yo voy a ser futbolista y voy a ganar el mundial!.- Decía Emmanuel con los ojos abiertos como si estuviera viendo en sus manos aquella copa dorada.

 

– ¡Qué listo, yo también voy a ser futbolista! – Respondía Joseph

 

Una tarde amenazaba tormenta, el ambiente se cargó y la tierra se humedeció antes incluso de que el agua llegara. A los pequeños les encantaba salir a correr bajo la lluvia, les hacía sentirse bien. Las nubes descargaron ese día con mucha fuerza, Emmanuel se aventuró en el bosque para escuchar el retumbar de las gotas en las hojas. Corría a toda velocidad cuando tropezó con una rama, cayó de bruces y justo en sus narices descubrió un resplandor violeta. Los hombres del pueblo solían encontrar muchos minerales pero aquel era el más bonito que había visto nunca. Su rostro se reflejaba en su superficie como en las aguas del lago más cristalino. Cuando Joseph llegó y la vio le preguntó si podía quedársela, Emmanuel renegó, pero pese a tener la misma edad él era más maduro que su amigo así que finalmente se la dio.

 

Joseph no se despegó nunca más de aquel regalo. Con ayuda de su padre dividió la piedra y tallaron dos pequeños colgantes, uno para él y otro para Emmanuel. Así nunca los perderían y siempre las tendrían cerca del corazón. Dos mitades unidas.

 

La vida seguía su curso, siempre la misma y extrañamente diferente rutina. Pero todo cambió.

 

En una de sus habituales internadas en el bosque, bajo la lluvia, Emmanuel se adelantó entre risas

 

– ¡Eres un lento Joseph! ¿A que no me pillas?

 

– ¡Te vas a enterar, tonto!

 

Joseph corrió y corrió pero cada vez escuchaba la voz de su amigo más y más lejana. Llegó el momento en el que no supo donde estaba. Tenía miedo, mucho miedo, rompió a llorar sin ningún pudor. Lloró hasta que se le agotaron las lágrimas, pero entonces oyó un ruido cercano. Con el terror calándole los huesos se asomó tras un frondoso árbol a un claro en medio del bosque. Allí había un camino de tierra, cuatro hombres habían maniatado a Emmanuel y lo habían subido a un viejo camión. Tenía la boca tapada por un pañuelo y los ojos tapados de lágrimas.

 

Joseph intentó gritar pero apenas le salió un hilo de voz. El camión arrancó y él, sin saber muy bien como, logró llegar a la aldea y contarles a sus padres lo que había visto. Sus padres hablaron con los padres de Emmanuel y éstos entre lágrimas parecían resignarse al destino, ese destino que les había robado a su hijo.

 

Al día siguiente no hubo escuela. Nadie salía de sus casa e incluso algunas familias parecían prepararse para un viaje. Joseph no entendía que ocurría

 

– Mamá ¿A donde se va la gente? ¿Vamos a ir nosotros con ellos?

 

Su madre le miró y le sonrió.

 

– No te preocupes cariño, todo se va a arreglar.- Le dijo.

 

Aquel día fue el último que oyó hablar de Emmanuel.

 

Los años pasaron, Joseph era un joven muchacho de 14 años. Crecía a pasos agigantados y le encantaba la lectura, además jugaba muy bien a fútbol pero ya sabía que nunca sería futbolista. No había nacido para eso.

 

Como los jóvenes de su edad, ya ayudaba desde hacía unos cuantos años a su padre en las labores del campo. Todas las tardes después de la escuela vigilaba el pequeño huerto de su familia.

 

El sol se ponía ya y decidió regresar a su hogar, cerró el libro que leía con avidez y se incorporó. Ya había decidido que sería de mayor, quería ser maestro y enseñar a los niños a disfrutar de todo lo que les rodeaba.

 

Mirando los rayos que se filtraban entre las hojas alzo la vista al cielo y con los ojos cerrados inspiró hondo. Al instante un fuerte olor le transportó a su infancia, olía a humo, un humo fuerte e intenso, pero había algo diferente, no era normal que oliera tanto. Algo le dijo en su interior que debía preocuparse, corrió hacia la aldea a tiempo para ver algo que tampoco le abandonaría el resto de su existencia.

 

El pueblo entero estaba en llamas, la gente corría despavorida, gritando, suplicando clemencia.

 

– ¿Clemencia? ¿Pero a quién? – Pensó

 

Y entonces los vio, diez hombres bajaban de dos viejos camiones y arrasaban con todo lo que se ponía por delante. Disparaban con sus fusiles a niños y ancianos.

 

Sin pensarlo se lanzó a por uno de ellos que trataba de rematar a uno de los decanos de la aldea con la culata de su arma. Le asestó un puñetazo en plena cara y cuando estaba a punto de rematarlo con una piedra del suelo oyó un golpe seco y un eterno instante de silencio. La espalda comenzó a arderle y cayó de rodillas.

 

La sangre comenzó a mancharle su camisa blanca, y percibió otro olor a humo, pero este también era diferente, era el del metal caliente y el de la carne quemada. Le habían disparado Dos pesadas botas pasaron a su lado, el ruido de las pisadas ahora era ensordecedor y la luz de las llamas le nublaba la vista, apenas podía respirar y notaba como la vida se le escapaba por la boca.

 

– ¿Dónde están las piedras preciosas? ¡Se que habéis encontrado muchas! – tronó la voz.

 

– No….no…no se de que…me hablas – Logró responder Joseph.

 

– ¡No me hagas matar a todos los de este maldito pueblo! – La voz se hizo más atronadora.

 

– No lo se … –

 

– ¡Mírame! – Le ordenó la voz

 

Joseph apenas lograba ver pero cuando levantó su cara aquel resplandor se introdujo en lo más profundo de su alma, era un resplandor violeta, el más bonito que había visto jamás. Su mirada siguió subiendo y se encontró de bruces con aquellos ojos, grandes, enormes, aquellos ojos soñadores, que imaginaban levantando una copa.

 

-¿Joseph..? ¿Pero que….?- Logró decir Emmanuel

 

Miró a su alrededor asustado, él tampoco oía nada, no sentía nada. Estaba en su pueblo, aquel en el que había sido feliz, aquel que apenas recordaba. Un torbellino de imágenes y recuerdos vino a su mente. «¿Que quieres ser de mayor? » «¡Yo voy a ser futbolista y voy a ganar el mundial!».

 

Las lágrimas corrieron por sus mejillas mientras sujetaba el cuerpo inerte de su viejo amigo.

 

Y así, en aquella recóndita aldea… rodeada de un inmenso bosque… en un pequeño rincón de Nigeria, Joseph puso fin a su existencia y la infancia de Emmanuel se fue con su amigo.

Su dulce naranja

27 viernes Nov 2009

Posted by kikolabiano in Relatos cortos

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VIII

Preparaba el café, sin hacer ruido, asustada, no debía hacer ningún ruido que le molestara. Se observó el brazo, amoratado y tembloroso y lo tapó con su manga… no debía hacer ruido, cualquier cosa menos eso. Abrió el cajón, sacó un cuchillo brillante y afilado, cuantas veces había fantaseado con él pero sólo veía dolor, dolor en él pero sobretodo en ella, no soportaba sus propias fantasías. Cortó las naranjas y con sumo cuidado exprimió hasta la última gota de su dulce néctar.

Todo estaba preparado, la mesa impoluta, el café y las tostadas en su punto, ni frías ni calientes. Se sentó y agachó la cabeza; no soportaría que ella le mirara.

En ese momento el aire se enrareció, un olor intenso y desagradable inundó la pequeña cocina. El alcohol y el sudor se podían respirar en el ambiente, impregnaban todo cuanto tocaba como si de humo se tratase.

Soltó un gruñido a modo de saludo o más bien de insulto, hacía mucho que no la saludaba. Hacía mucho que ni la miraba, salvo para reírse de ella cuando le miraba asustada y llorosa desde el suelo.

Se sentó y zampó el desayuno con sus grasientas y enormes manos, se limpió con el mantel y despidió un enorme eructo, lo que le provocó su única sonrisa de la mañana.

Se levantó y sin mediar palabra su mano rompió el aire y se estrelló contra la cara compungida y ya no tan sorprendida de su esposa. El sonido se propagó hasta la calle pero la gente no lo oyó o no quiso oírlo.

– Ya está. – pensó

– Por las mañanas no está de tan mal humor, se cansará pronto. – quiso pensar

Se equivocaba, los golpes no cesaban, al contrario, se hacían más y más violentos. Voló de una esquina a otra.

– ¡Como la puta que eres! – gritaba él.

Logró incorporarse sobre la encimera, a duras penas se tambaleo y logró apoyarse en los fuegos que tantas comidas vacías habían preparado. La sangre le manaba de la frente, como si de una cámara de fotos se tratara sus ojos se abrieron y enfocaron, y allí estaba el cuchillo, brilante y afilado, goteando plasma naranja.

Volvió a fantasear con él, lo vio hendirse en su amado como en la mantequilla. Por puro instinto animal lo agarró del mango y a duras penas se giró sobre si misma. Apenas podía mantenerse en pie, tenía serias heridas y una o dos costillas rotas pero lo alzó en el aire y observó como su marido parecía divertirse con su actitud.

– ¿Te vas a atrever? ¡No eres mas que una puta y una cobarde! – le increpó

– Además…ya sabes que yo te quiero…

Sus palabras destilaban ironía y odio a partes iguales.

Él se acercó dispuesto a quitarle el cuchillo sabiéndose superior.

-¿Qué me va a hacer?. La tengo dominada – pensó

Dio un paso confiado con las manos en alto y riéndose a carcajadas. Se escuchó  un silbido y a continuación un grito ahogado por su propia risa. Lo había hecho, ella le había apuñalado.

No sabía porque lo había hecho, ella no quería hacerlo, ella le quería a pesar de todo. No quería hacerlo, pero lo hizo, el cuchillo fue directo al corazón y se lo partió como él había partido el suyo hacía años. No brotó sangre, como si careciera de ella. La mirada vacía y sorprendida de su marido le escruto hasta lo más profundo del alma, sólo en ese momento vio al hombre del que se había enamorado, el hombre con miedos e ilusiones, vulnerable y fuerte a la vez, respetuoso y amable, el hombre que le había enamorado.

-¿Qué ha sido de ti? ¿Dónde estás? – preguntó ante el cuerpo inerte de su amor perdido.

Su cabeza era una contradicción, amor y odio, alivio y vacío. Creyó volverse loca, como un lento y agónico descenso a los infiernos. Y entonces allí lo vio, brillante y afilado, sangre roja y naranja mezcladas para siempre. Poco a poco lo extrajo, con cuidado, sin hacer ruido, él no lo soportaría.

No veía otra salida, alejó el cuchillo brillante y afilado dispuesta a coger impulso.

– ¿Porqué seguir viviendo? – pensó

En ese momento otro olor impregnó la estancia y ahuyentó al alcohol y al sudor, un olor suave, agradable, precioso.

-¿Mama? ¿Estás bien?- preguntó la niña sin mostrar el menor asombro ni pena por su progenitor.

Ahí estaba su razón para vivir. Allí estaba su pequeña y dulce naranja

El dinero no da la felicidad

27 viernes Nov 2009

Posted by kikolabiano in Relatos cortos

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VII

 

Paró su Ferrari en la puerta del hotel, el aparca-coches corrió hacia él. Era una chaval, debía rondar los 22 años. -Como le hagas una raya te enteras.- Se sacudió la chaqueta, debía estar arrebatador. Ganaría mucho dinero aquella noche, no es que le hiciera falta, pero siempre estaba bien tener un par de empresas bajo su control. El portero le abrió la puerta con una leve inclinación. No dio las gracias, ¿Para qué?. Entró en hall central. De ahí le llevaron al lobby en el que se celebraba la reunión. Ahí estaban todos, los mejores entre lo mejor, empresarios, deportistas de élite, cirujanos, actrices, modelos, directores, la creme de la creme en definitiva.

 

Su entrada atrajo la atención de los presentes. Le aplaudieron, él era la estrella del evento, tan rico que nadie podía calcular su fortuna, aunque se estimaba en cerca de 1 billón con b de euros. Durante toda la noche estuvo repartiendo saludos, no regalaba nada, sólo a los importantes, a los que le interesaban. ¿A quién le importaba una actriz de tres al cuarto por muchas tetas que tuviera? Se había acostado con cientos de mujeres así, había llegado a despreciarlas por buscar el dinero tan descaradamente. Lo único que querían era su dinero, y su dinero era eso precisamente, suyo y de nadie más. Si no le había dado nada a su familia ¿porque había de dárselo a una desconocida de pechos enormes?.

 

Cerró varios tratos con importantes empresas. Todos estaban interesados en complacerle. Estaba a punto de acabar la velada cuando recibió una llamada en su móvil de última generación.

 

-¿Señor Johnson?- Le preguntó una voz femenina. Alguna otra fan se dijo.

 

-Si, soy yo preciosa, ¿que quieres de mi?- Contestó con una media sonrisa dibujada en su rostro esculpido a golpe de bisturí y solarium.

 

-Se equivoca señor, le llamo del geriátrico. Me temo que su madre ha sufrido una complicación. Siento decirle señor que su madre ha fallecido. Lo siento.-

 

Inmediatamente colgó y se vio así mismo de niño. Era un día de verano, en su pequeña casita de barrio residencial. Corría con su hermano delante de su perro Bobby, reían y chillaban tanto como podían. Su madre les observaba apoyada en el marco de la puerta. Les llamaba a comer, había espaguetis con muchísimo tomate, como a él le gustaba. Y de postre la tarta de chocolate de mama. ¿Qué había sido de aquel niño?.

 

Se sintió el hombre más desgraciado del planeta. Nada podía animarle, sólo podía hacer una cosa. Al día siguiente los periódicos de medio mundo mostraban en portada la foto del hombre más rico del mundo muerto en la puerta del hotel más prestigioso de la ciudad, se había tirado desde el último piso. Junto a la foto se repetía el mismo titular.

 

El dinero no da la felicidad.

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