XI

La pequeña Mei tenía 5 años, pero no era una niña. Nunca lo había sido. Su nacimiento, como el de muchas otras niñas de su China natal, no había sido una buena noticia para sus padres. La familia ya tenía un hijo varón, Jun y la ley estatal de 1979 no permitía tener más de un hijo por familia. Su madre Lian la quería con toda el alma. La había llevado 9 preciosos meses en su interior y no quería deshacerse de ella, pero su marido la obligó, sabía lo que implicaba negarse.

A los pocos días de nacer, Mei fue encontrada junto a los contenedores de basura más cercanos a la casa que tenía que haberle visto crecer. Las autoridades de la región le llevaron al orfanato gubernamental más cercano y la vida de su familia siguió su curso.

Desde aquel día habían pasado cinco años. El primer recuerdo de Mei era el techo lleno de humedades de su habitación y el llanto desesperado de las niñas. El olor a orín, humedad y enfermedad no lo recordaba porque se había acostumbrado a él. Sin embargo nunca se acostumbraría al sonido de los llantos, un sonido triste y desgarrador, de impotencia y resignación. Ella sabía que el llanto duraba poco tiempo, los bebés en un vano esfuerzo por recibir atención gritaban y lloraban durante semanas, pero al final parecían resignarse y simplemente crecían vacíos de afecto.

Todas las semanas llegaba un nuevo bebé, siempre era la misma rutina. Una niña envuelta en una manta y una nota dentro. Ninguna de las residentes se molestaba en ver al nuevo miembro del grupo, era simplemente una niña o un niño deficiente más.

La vida en el orfanato era monótona, todos los días eran exactamente iguales. Sólo cuando una de ellas entraba en la habitación secreta se rompía esa rutina, pero de eso no podían hablar. Desde que se levantaba jugaba con sus compañeras. Jugaban haciendo palmas al ritmo de una canción infantil. Las raídas y harapientas mangas de sus jerseys apenas disimulaban las cicatrices de sus muñecas. Y es que ese era otro de los recuerdos que Mei nunca olvidaría, sus cicatrices.

Cuando cumplían un año las niñas pasaban de la cuna a una vieja trona hecha de bambú y cuerda de cáñamo. Se les ataba de muñecas y tobillos para evitar que se movieran y en el ansia propia de su temprana edad producían, con su balanceo, un repique constante que retumbaba por toda la habitación. Las tronas tenían en su base un orinal que rara vez era vaciado y que atraía la presencia de moscas y mosquitos.

En verano llegaba el calor sofocante y las condiciones empeoraban. Mei compartía una cama de metro y medio de ancho con otras 6 niñas. Los mosquitos repartían sus enfermedades indistintamente y la gangrena se extendía por la menor de las heridas.

Pocos días antes de cumplir los cinco años Mei enfermó, empezó con una simple tos pero evolucionó a peor y a los pocos días apenas podía levantarse de la cama. Una de las cuidadoras levantó su esquelético cuerpo y la llevó a la habitación secreta.

– ¡Por fin podré entrar! – Pensó

La joven le dejó en aquella cama que olía a muerte y cerró con llave, tampoco hacía falta, ya no podía levantarse por sí misma.

Allí, sola y enferma esperó a la muerte, que vino cuatro días después a buscarle. La muerte era el terrible secreto que se escondía tras esa vieja puerta de madera.

Seguramente Mei no existió nunca, pero como ella cientos de miles de niñas han muerto y morirán postradas, solas y abandonadas.

Y mientras yo, escritor y tu lector o lectora, aquí estamos, sentados en nuestra trono particular, pensando en las ataduras que creemos tener en nuestra vida. Sintiéndonos solos, abandonados y enfermos como la pequeña Mei.

Ojala esto fuera una simple fantasía de escritor aficionado, pero como suelen decir la verdad siempre supera a la ficción.

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