IX

 

Emmanuel y Joseph, Joseph y Emmanuel. Ambos habían nacido el mismo día del mismo mes del mismo año pero en familias diferentes. Una feliz coincidencia, que se había celebrado en la aldea por todo lo alto.

 

Desde el primer día se hicieron inseparables. En la escuela se sentaban uno junto al otro, siempre comentaban a hurtadillas antes de dar respuesta a una pregunta del maestro, siempre que había partido en el recreo se ponían en el mismo equipo.

 

Todos los días al acabar las clases corrían a sus casas felices con su blanca sonrisa de enormes dientes y grandes hoyuelos. Cuando sus madres les dejaban iban a pasar la tarde al inmenso bosque que rodeaba la aldea. Allí se divertían escuchando los pájaros piar y cazando todos los insectos que se ponían a su alcance.

 

Su vida, era una vida sencilla, una vida llena de pequeñas grandes alegrías. No tenían preocupaciones y descubrían algo nuevo cada día, cada hora, cada segundo. Respiraban aquel olor a infancia que recordarían el resto de su existencia, hasta que la muerte se los llevara, y que tan a menudo llegaría en forma de nostalgia. El olor de la comida recién hecha que les daba la bienvenida, el del humo que era fuerte e intenso, el de los árboles que cambiaba cada día.

 

Habían cumplido 6 años pero no eran conscientes de su dicha y de la suerte que tenían. Los ancianos del pueblo siempre les solían decir

 

– ¡Disfrutad mientras seáis jóvenes, el tiempo pasa inexorablemente!

 

Pero ellos siempre se preguntaban que iban a hacer cuando fueran mayores.

 

– ¡Yo voy a ser futbolista y voy a ganar el mundial!.- Decía Emmanuel con los ojos abiertos como si estuviera viendo en sus manos aquella copa dorada.

 

– ¡Qué listo, yo también voy a ser futbolista! – Respondía Joseph

 

Una tarde amenazaba tormenta, el ambiente se cargó y la tierra se humedeció antes incluso de que el agua llegara. A los pequeños les encantaba salir a correr bajo la lluvia, les hacía sentirse bien. Las nubes descargaron ese día con mucha fuerza, Emmanuel se aventuró en el bosque para escuchar el retumbar de las gotas en las hojas. Corría a toda velocidad cuando tropezó con una rama, cayó de bruces y justo en sus narices descubrió un resplandor violeta. Los hombres del pueblo solían encontrar muchos minerales pero aquel era el más bonito que había visto nunca. Su rostro se reflejaba en su superficie como en las aguas del lago más cristalino. Cuando Joseph llegó y la vio le preguntó si podía quedársela, Emmanuel renegó, pero pese a tener la misma edad él era más maduro que su amigo así que finalmente se la dio.

 

Joseph no se despegó nunca más de aquel regalo. Con ayuda de su padre dividió la piedra y tallaron dos pequeños colgantes, uno para él y otro para Emmanuel. Así nunca los perderían y siempre las tendrían cerca del corazón. Dos mitades unidas.

 

La vida seguía su curso, siempre la misma y extrañamente diferente rutina. Pero todo cambió.

 

En una de sus habituales internadas en el bosque, bajo la lluvia, Emmanuel se adelantó entre risas

 

– ¡Eres un lento Joseph! ¿A que no me pillas?

 

– ¡Te vas a enterar, tonto!

 

Joseph corrió y corrió pero cada vez escuchaba la voz de su amigo más y más lejana. Llegó el momento en el que no supo donde estaba. Tenía miedo, mucho miedo, rompió a llorar sin ningún pudor. Lloró hasta que se le agotaron las lágrimas, pero entonces oyó un ruido cercano. Con el terror calándole los huesos se asomó tras un frondoso árbol a un claro en medio del bosque. Allí había un camino de tierra, cuatro hombres habían maniatado a Emmanuel y lo habían subido a un viejo camión. Tenía la boca tapada por un pañuelo y los ojos tapados de lágrimas.

 

Joseph intentó gritar pero apenas le salió un hilo de voz. El camión arrancó y él, sin saber muy bien como, logró llegar a la aldea y contarles a sus padres lo que había visto. Sus padres hablaron con los padres de Emmanuel y éstos entre lágrimas parecían resignarse al destino, ese destino que les había robado a su hijo.

 

Al día siguiente no hubo escuela. Nadie salía de sus casa e incluso algunas familias parecían prepararse para un viaje. Joseph no entendía que ocurría

 

– Mamá ¿A donde se va la gente? ¿Vamos a ir nosotros con ellos?

 

Su madre le miró y le sonrió.

 

– No te preocupes cariño, todo se va a arreglar.- Le dijo.

 

Aquel día fue el último que oyó hablar de Emmanuel.

 

Los años pasaron, Joseph era un joven muchacho de 14 años. Crecía a pasos agigantados y le encantaba la lectura, además jugaba muy bien a fútbol pero ya sabía que nunca sería futbolista. No había nacido para eso.

 

Como los jóvenes de su edad, ya ayudaba desde hacía unos cuantos años a su padre en las labores del campo. Todas las tardes después de la escuela vigilaba el pequeño huerto de su familia.

 

El sol se ponía ya y decidió regresar a su hogar, cerró el libro que leía con avidez y se incorporó. Ya había decidido que sería de mayor, quería ser maestro y enseñar a los niños a disfrutar de todo lo que les rodeaba.

 

Mirando los rayos que se filtraban entre las hojas alzo la vista al cielo y con los ojos cerrados inspiró hondo. Al instante un fuerte olor le transportó a su infancia, olía a humo, un humo fuerte e intenso, pero había algo diferente, no era normal que oliera tanto. Algo le dijo en su interior que debía preocuparse, corrió hacia la aldea a tiempo para ver algo que tampoco le abandonaría el resto de su existencia.

 

El pueblo entero estaba en llamas, la gente corría despavorida, gritando, suplicando clemencia.

 

– ¿Clemencia? ¿Pero a quién? – Pensó

 

Y entonces los vio, diez hombres bajaban de dos viejos camiones y arrasaban con todo lo que se ponía por delante. Disparaban con sus fusiles a niños y ancianos.

 

Sin pensarlo se lanzó a por uno de ellos que trataba de rematar a uno de los decanos de la aldea con la culata de su arma. Le asestó un puñetazo en plena cara y cuando estaba a punto de rematarlo con una piedra del suelo oyó un golpe seco y un eterno instante de silencio. La espalda comenzó a arderle y cayó de rodillas.

 

La sangre comenzó a mancharle su camisa blanca, y percibió otro olor a humo, pero este también era diferente, era el del metal caliente y el de la carne quemada. Le habían disparado Dos pesadas botas pasaron a su lado, el ruido de las pisadas ahora era ensordecedor y la luz de las llamas le nublaba la vista, apenas podía respirar y notaba como la vida se le escapaba por la boca.

 

– ¿Dónde están las piedras preciosas? ¡Se que habéis encontrado muchas! – tronó la voz.

 

– No….no…no se de que…me hablas – Logró responder Joseph.

 

– ¡No me hagas matar a todos los de este maldito pueblo! – La voz se hizo más atronadora.

 

– No lo se … –

 

– ¡Mírame! – Le ordenó la voz

 

Joseph apenas lograba ver pero cuando levantó su cara aquel resplandor se introdujo en lo más profundo de su alma, era un resplandor violeta, el más bonito que había visto jamás. Su mirada siguió subiendo y se encontró de bruces con aquellos ojos, grandes, enormes, aquellos ojos soñadores, que imaginaban levantando una copa.

 

-¿Joseph..? ¿Pero que….?- Logró decir Emmanuel

 

Miró a su alrededor asustado, él tampoco oía nada, no sentía nada. Estaba en su pueblo, aquel en el que había sido feliz, aquel que apenas recordaba. Un torbellino de imágenes y recuerdos vino a su mente. «¿Que quieres ser de mayor? » «¡Yo voy a ser futbolista y voy a ganar el mundial!».

 

Las lágrimas corrieron por sus mejillas mientras sujetaba el cuerpo inerte de su viejo amigo.

 

Y así, en aquella recóndita aldea… rodeada de un inmenso bosque… en un pequeño rincón de Nigeria, Joseph puso fin a su existencia y la infancia de Emmanuel se fue con su amigo.