VIII

Preparaba el café, sin hacer ruido, asustada, no debía hacer ningún ruido que le molestara. Se observó el brazo, amoratado y tembloroso y lo tapó con su manga… no debía hacer ruido, cualquier cosa menos eso. Abrió el cajón, sacó un cuchillo brillante y afilado, cuantas veces había fantaseado con él pero sólo veía dolor, dolor en él pero sobretodo en ella, no soportaba sus propias fantasías. Cortó las naranjas y con sumo cuidado exprimió hasta la última gota de su dulce néctar.

Todo estaba preparado, la mesa impoluta, el café y las tostadas en su punto, ni frías ni calientes. Se sentó y agachó la cabeza; no soportaría que ella le mirara.

En ese momento el aire se enrareció, un olor intenso y desagradable inundó la pequeña cocina. El alcohol y el sudor se podían respirar en el ambiente, impregnaban todo cuanto tocaba como si de humo se tratase.

Soltó un gruñido a modo de saludo o más bien de insulto, hacía mucho que no la saludaba. Hacía mucho que ni la miraba, salvo para reírse de ella cuando le miraba asustada y llorosa desde el suelo.

Se sentó y zampó el desayuno con sus grasientas y enormes manos, se limpió con el mantel y despidió un enorme eructo, lo que le provocó su única sonrisa de la mañana.

Se levantó y sin mediar palabra su mano rompió el aire y se estrelló contra la cara compungida y ya no tan sorprendida de su esposa. El sonido se propagó hasta la calle pero la gente no lo oyó o no quiso oírlo.

– Ya está. – pensó

– Por las mañanas no está de tan mal humor, se cansará pronto. – quiso pensar

Se equivocaba, los golpes no cesaban, al contrario, se hacían más y más violentos. Voló de una esquina a otra.

– ¡Como la puta que eres! – gritaba él.

Logró incorporarse sobre la encimera, a duras penas se tambaleo y logró apoyarse en los fuegos que tantas comidas vacías habían preparado. La sangre le manaba de la frente, como si de una cámara de fotos se tratara sus ojos se abrieron y enfocaron, y allí estaba el cuchillo, brilante y afilado, goteando plasma naranja.

Volvió a fantasear con él, lo vio hendirse en su amado como en la mantequilla. Por puro instinto animal lo agarró del mango y a duras penas se giró sobre si misma. Apenas podía mantenerse en pie, tenía serias heridas y una o dos costillas rotas pero lo alzó en el aire y observó como su marido parecía divertirse con su actitud.

– ¿Te vas a atrever? ¡No eres mas que una puta y una cobarde! – le increpó

– Además…ya sabes que yo te quiero…

Sus palabras destilaban ironía y odio a partes iguales.

Él se acercó dispuesto a quitarle el cuchillo sabiéndose superior.

-¿Qué me va a hacer?. La tengo dominada – pensó

Dio un paso confiado con las manos en alto y riéndose a carcajadas. Se escuchó  un silbido y a continuación un grito ahogado por su propia risa. Lo había hecho, ella le había apuñalado.

No sabía porque lo había hecho, ella no quería hacerlo, ella le quería a pesar de todo. No quería hacerlo, pero lo hizo, el cuchillo fue directo al corazón y se lo partió como él había partido el suyo hacía años. No brotó sangre, como si careciera de ella. La mirada vacía y sorprendida de su marido le escruto hasta lo más profundo del alma, sólo en ese momento vio al hombre del que se había enamorado, el hombre con miedos e ilusiones, vulnerable y fuerte a la vez, respetuoso y amable, el hombre que le había enamorado.

-¿Qué ha sido de ti? ¿Dónde estás? – preguntó ante el cuerpo inerte de su amor perdido.

Su cabeza era una contradicción, amor y odio, alivio y vacío. Creyó volverse loca, como un lento y agónico descenso a los infiernos. Y entonces allí lo vio, brillante y afilado, sangre roja y naranja mezcladas para siempre. Poco a poco lo extrajo, con cuidado, sin hacer ruido, él no lo soportaría.

No veía otra salida, alejó el cuchillo brillante y afilado dispuesta a coger impulso.

– ¿Porqué seguir viviendo? – pensó

En ese momento otro olor impregnó la estancia y ahuyentó al alcohol y al sudor, un olor suave, agradable, precioso.

-¿Mama? ¿Estás bien?- preguntó la niña sin mostrar el menor asombro ni pena por su progenitor.

Ahí estaba su razón para vivir. Allí estaba su pequeña y dulce naranja