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La luz del sol se colaba por un ventanuco exiguo y a duras penas lograba rellenar la estancia. Las paredes y el suelo estaban lacadas de un blanco sucio, y una mesa redonda, y su séquito de sendas sillas claras, completaban la habitación. Desde cada una de ellas, dos hombres se contemplaban.

—¿Cómo estás? —preguntó M.

—Bueno… ¿y tú? —contestó S.

—Incómodo. Ya me entiendes.

—Sí… supongo que yo tampoco estoy muy cómodo.

—¿Lo supones?

—Bueno, sí, no sé. Ya sabes… es bastante raro todo esto.

—Sí, un poco sí. Aunque lo cierto es que estaba deseando llegar a este punto.

—Para ti es fácil decirlo…

—¿Fácil? —preguntó M sintiendo el frío tacto metálico bajo la mesa.

—Perdón, no quería decir fácil. Quería decir que no tienes esa presión, ya sabes… esa bota oprimiéndote continuamente.

M le observó unos instantes en silencio mientras sus dedos jugueteaban con el acero.

—¿De verdad piensas que no sufro presión? No me siento cómodo siendo el verdugo.

—Pues no lo seas, quiero decir… ¿por qué no lo dejas estar? Lo olvidamos todo y me voy en paz.

—Sabes que lo haría, pero no puedo. Tienes que ser consciente de lo que hiciste.

—¿Y te crees que no lo soy? —preguntó S elevando ligeramente la voz.

—Eso sólo puedo suponerlo.

—¿Suponerlo?

—Sí. Ahora soy yo el que supone. Quiero decir, ¿cómo lo sé? ¿Cómo puedo saber que eres consciente de tu error?

—No lo sé, tendrás que creerme.

—Hace tiempo que no creo en nada y mucho menos en nadie.

—¿Entonces qué hacemos? —preguntó S.

—No lo sé.

Ambos hombres se callaron mientras las motas de polvo revoloteaban entre el espacio que los separaba.

Finalmente S preguntó:

—¿Qué más quieres de mí?

M pareció pensar.

—¿Puedo ser sincero?

—Sí.

—Te diría que perdonarte por tu error. Eso es lo que me dicta la moralidad que me inculcaron. Supongo que todos tenemos una conciencia programada para responder ante nuestra educación. Sin embargo, te estaría mintiendo. De hecho estaría soltándote la mayor mentira de mi vida. Lo que en realidad quiero es que sufras. Ni siquiera sería feliz si cayeras muerto ahora mismo. Estoy seguro de que eso no me reconfortaría. No, eso sería bastante amargo, de hecho. Hablando mal, sería una mierda enorme —dijo agarrando con más fuerza el trozo de metal.

S agachó la cabeza.

—¿Y qué hacemos? Yo no puedo cambiar lo que hice y sufriré por ello lo poco que me pueda restar de vida.

—La verdad. No me importa. Respóndeme a una pregunta: ¿realmente sufres lo que dices?

—¿Cómo?

—Que si sufres tanto como dices.

—Sí, sufro.

—¿Lloras cada día?

—No…pero tampoco…

—¿Te odias a ti mismo cada instante? ¿Cada minuto?

—Eso no es…

—¿Deseas morir?

—…

—Ya me parecía.

—Pero eso no quiere decir nada.

—¿No?

—No.

—Pues yo creo que eso quiere decirlo todo.

—¿Por qué?

—Pues porque hasta que no lo sientas así no serás consciente del daño que causaste y del castigo que mereces. Hasta entonces te limitarás a seguir tu vida. Sí, no digo que no tengas momentos en los que te sientas mal, pero eso no es sufrir.

—Yo no lo veo así. Yo sufro, te lo juro por lo que más quiero.

—¿Y qué es eso?

—¿Qué es qué?

—Lo que más quieres.

—No sé. Mi familia, supongo…

—Tu familia.

—Sí…mi familia…

—¿Y qué opinan ellos de lo que hiciste?

—Supongo que me perdonan.

—Supones… ni siquiera tienes la certeza de algo tan importante.

—Bueno… no lo supongo, lo sé.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque me lo dijeron.

—¿Quién te lo dijo?

—Mi mujer, mis padres…

—¿Y tus hijos? Tenías dos, ¿no?

—Sí. No, ellos no lo saben. Son muy pequeños.

—¿Cuántos años tienen?

—Dos y cuatro.

—¿Y se lo dirás algún día?

S se revolvió incómodo en la silla que crujió bajo su peso.

—¿Para qué?

—¿Lo ves?

—¿El qué?

—Ahí tienes la prueba de tu cobardía. La prueba de que no te arrepientes de lo que hiciste.

—¿Por qué?

—Porque si estuvieras realmente arrepentido no dudarías en contárselo. Desde hoy mismo. Que supieran tus hijos la clase de padre que tienen; y que fueran ellos los que decidieran si perdonarte o no. ¿Cómo voy a perdonarte yo antes que tus propios hijos? Dime.

M tamborileó sus dedos sobre el metal y S se percató del tintineo y volvió a revolverse inquieto.

—Son demasiado pequeños. No lo entenderían.

—Te sorprenderías de lo que un niño es capaz de comprender. Si tuvieras un hijo adoptado, ¿acaso no se lo dirías? ¿Cómo crees que se sentiría si se entera de mayor de que su propio padre le ha mentido?

S comenzó a frotar sus manos, nervioso.

—Mira, por favor, mejor deja a mi familia fuera de todo esto. Ellos no tienen la culpa. Yo soy el único culpable de lo que ocurrió. Soy el único que merece el castigo.

—Eso ya lo sé. No soy tan estúpido.

—Tan estúpido como yo, quieres decir.

—Así es.

—¿Cómo está tu mujer? —insistió M.

—Preferiría no hablar de eso.

—Y yo preferiría poder volar, pero no puedo.

S hundió la cabeza, mirando fijamente sus manos que seguían frotándose una contra otra.

—No nos va bien.

—¿Sigues bebiendo?

—No… bueno… a veces.

—¿Y la coca?

S le miró fugazmente.

—Más a menudo.

—Sustituyendo al alcohol, ¿me equivoco?

—No.

—Mira. Creo que empiezas a sentir algo de culpa real.

—¿Por qué lo dices?

—Porque no tendrías por qué contestar a esas preguntas tan íntimas. Podrías haberte levantado y haberte largado dando un portazo; sin embargo, aquí sigues, desnudándote delante mía, alguien a quien realmente no puedes o no quieres conocer porque te duele hacerlo. Y lo estás haciendo por un sentimiento de culpa real. Sientes que me lo debes.

—Supongo.

—No supongas, admítelo.

—…

—¡Vamos, admítelo! —chilló agarrando con más fuerza que nunca el metal.

—¡Sí, joder! ¡Lo admito! —gritó golpeando la mesa con las manos y poniéndose en pie —¡Estoy jodido! Mi mujer me odia, mis hijos lo harán en el futuro y sólo puedo beber y meterme coca hasta reventar para no escucharos. ¡Porque estáis aquí, joder —dijo señalándose la cabeza —, estáis aquí dentro: tú, tu mujer, tus hijos, mi mujer, mis hijos, la policía, el juez y todo el puto mundo! ¡Todos me juzgáis! La cagué, ¿vale? La cagué y ya no puedo hacer nada por remediarlo. ¡Mierda!

S se sentó, se llevó las manos su cara y las lágrimas brotaron sinceras. M le observó un rato en silencio.

—¿Sabes? —dijo finalmente M.

—¿Qué?

—Creo que no voy a hacerlo.

—¿Hacer el qué?

—Condenarte.

—¿Por qué?

—Porque ya estás condenado.

S le miró mientras le secaba el rostro.

—Será mejor que te vayas —dijo M.

—¿Y ya está?

—Sí.

—¿Me perdonas entonces?

—No. Te perdonaré cuando te perdones a ti mismo.

Sin terminar de comprender estas palabras, S se levantó y se dirigió a la puerta. Su cuerpo era una sombra del que había entrado. Hundido y encorvado caminó hasta el quicio y cerró con un leve chasquido.

M sacó una foto del bolsillo de su camisa y la tendió sobre la mesa. Era él, pero un «él» pasado; alguien que ya no volvería. A su lado su mujer y sus hijos. Sonreían ante la cámara, ajenos al dolor y a la pérdida.

Con esfuerzo, corrió la silla hacia atrás, agarró su pierna derecha y la dobló por la rodilla. El metal de la prótesis seguía frío. Se impulsó con sus brazos y con su pierna izquierda y se puso en pie.

—Estarías orgullosa de mí, cariño —le dijo a la foto —. No lo he hecho.

Guardó la foto de nuevo, y con un paso renqueante, salió de la habitación mientras su mano derecha acariciaba la pistola que descansaba en su bolsillo.