VI
La música techno restallaba en el interior de su coche tuneado. Los cristales retumbaban quejosos de tan alto volumen. El motor rugía bajo el capó, a pleno rendimiento. A su lado estaba aquella niña de 16 años que había conocido esa misma noche. Gritaba encantada con el momento, disfrutando hasta el último segundo de aquella aventura. Era más de lo que había esperado de la noche.
Delante suya un coche. ¿Por qué irá tan lento? Se pregunta. Un bocinazo, dos, las largas. Bandazos a uno y otro lado. Pisa el acelerador pidiéndole un poco más a su potente bólido, y este se lo da. Adelanta a la tortuga al tiempo que ambos miran a su conductor. “Vaya pringao” le dice a su joven rollo de noche. Un “subidón” de adrenalina recorre su cuerpo, se pregunta si será el adelantamiento temerario en línea continua o su dosis de speed diaria.
En pleno éxtasis olvida su cometido, conducir. No ve la curva que se aproxima hasta que es demasiado tarde. El otrora veloz bólido rueda y rueda dando vueltas de campana como un vulgar cochecito de juguete en manos de un caprichoso niño. Pierde la noción del tiempo, no ve, no siente, no oye, sólo gira. Por fin el coche para. El humo no le deja ver, ni respirar, tose más y más hasta que parece que se va a partir en dos. Instintivamente sale del coche a rastras. Su cara llena de sangre le impide ver con claridad. A tientas escudriña a su alrededor. Por fin vislumbra las luces de la ambulancia rompiendo la fría noche.
Fugazmente piensa en su acompañante ¿Qué habrá sido de ella? ¿Cómo se llamaba? ¿María? ¿Marta? ¿Qué más da? Lo importante es que él ha salvado el pellejo. Delante suya, tendida en el suelo, inerte, yace sin vida Marta. Él no la ve, o no la quiere ver. Prefiere vivir en su mentira, en su engaño permanente, con todos sus derechos y ninguno de sus deberes. ¿Quién es el resto para decirme nada? Hago lo que quiero porque me lo merezco.
Dicen que no hay más ciego que aquel que no quiere ver.