IV
Era sábado y tocaba partido. Condujo despreocupado al frontón. Le recibieron como siempre, como a una estrella, un ganador que no se cansaba de cosechar halagos. En los vestuarios habló con su utillero, le dijo que no se preocupara, que era un partido fácil, incluso se permitió la licencia de decir que podría ganarlo con una mano atada a la espalda. Él sin embargo no estaba seguro, algo le tenía intranquilo, se tocaba los tacos de la mano incesantemente, casi obsesivamente. Se enfundó su camiseta roja de campeón. Llegó la hora de saltar a la cancha. Las gradas abarrotadas, el denso humo de los puros constreñía el ambiente hasta asfixiarlo, la gente jaleaba su nombre hasta desgañitarse. En la pista los jueces de apuestas cantaban a su favor, la gente apostaba hasta sus casas. Demasiado riesgo pensaba él. Calentó a conciencia, como siempre lo hacía, sin dejar nada a la improvisación. Así se había convertido en campeón. Se santiguó al tiempo que hacían el sorteo. Sacaría él, eso era una buena señal, pensó. Tomó en su mano la rugosa pelota de cuero, la palmó hasta casi deshacerla, quería conocerla tanto como se conocía así mismo. La botó, una, dos, tres y hasta cuatro veces, sintiendo su bote, escuchando su voz e inspirando el aire viciado del frontón. Corrió tanto como pudo, volvió a botar el cuero y notó como se tensaban sus músculos y tendones del brazo hasta límites insospechados. Comenzaba el partido.