III

 

Se levantó temprano, como todos los días. Era una adolescente de la época y como tal su misión era ayudar en el hogar. Distraída y risueña llevaba las ropas a la fuente del barrio a lavarla. Sus amigas se arremolinaban a su alrededor contándose sus amoríos de chiquillas y sus ensoñaciones de adolescente inocente.

 

Las alarmas sonaron, una sirena anunciaba tormenta, pero no una tormenta cualquiera. Lo que caía no era agua, eran bombas, lo que mojaba no era agua, era la metralla y lo que salpicaba no era el agua, era la sangre. Levantó la mirada al despejado cielo matinal. Le extrañó no ver mas que un avión. ¿Sólo uno? Se preguntó. Lentamente dejó su ropa y se protegió los ojos con la mano para ver mejor aquel pájaro metálico. Vio como soltaba su pequeña carga. ¿Sólo una? Pensó. La bomba caería lejos, lo suficiente para seguir viviendo.

 

Las sirenas se silenciaron, tan estupefactas como ella de tan exiguo arsenal. ¿Se les habrían acabado? Se volvió a preguntar. Entonces  se produjo el milagro. Una luz potente, de un blanco tan puro como destellante. Diríase una aparición mariana, uno de esos milagros que los misioneros católicos predicaron en su isla siglos atrás. Sin aviso previo un ruido ensordecedor rasgó el aire y rompió sus tímpanos. Un puño invisible le llevó en volandas tantos metros que llegó a pensar que volaría eternamente. Después todo era blanco, un blanco tan puro como el que había visto instantes antes. No había sonidos, no había gente, ni árboles, ni siquiera parecía pasar el tiempo, simplemente no había nada.

 

Ese fue el telón final a una obra sin sentido, que no recibió ningún aplauso, una obra que nunca debió ser estrenada ni dirigida y que por supuesto nunca debió ser contemplada.